miércoles, 9 de junio de 2010

UPIROS

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La muchacha que está desnuda, atada y amordazada en una esquina del sótano, me mira y jadea aterrorizada cuando he dejado de escribir y me he vuelto hacia ella, ya que mi rostro hermoso pseudo-humano se ha transformado revelando al demonio que llevo dentro: mi verdadero ser. Su cuerpo rezuma sudor. No sé ni cómo se llama. No me importa, simplemente es una presa. Huelo su miedo. El miedo es nuestro aliado. Hace aumentar los niveles de adrenalina en sangre y dispara el ritmo cardíaco, así la sangre circula ágil por sus venas.

La tortura también es importante. Si el sufrimiento es intenso y prolongado se libera más cantidad de betaendorfinas -las hormonas que intentan paliar el dolor- y esto hace que la sangre sea más dulce y sabrosa. Mientras más dolor causamos a la presa, más placer sentimos al tomar su sangre. Con estas palabras no estoy tratando de justificarme; estoy contando la realidad simplemente. Me gusta aterrorizar a mis víctimas y atormentarlas antes de exprimirlas. Disfruto haciéndolo. Está en mi naturaleza.

No, no me justifico. No necesito darte explicaciones a ti, humano que me lees, ya que dudo mucho que lo entiendas. No voy a perder el tiempo con razonamientos. Sería tan ridículo como intentar explicarle la teoría de la evolución a una mosca.

-¿Tienes miedo? -doy un rugido y le sonrío a la chiquita, mostrando mis dientes largos y profundamente afilados-. Por tu maquillaje y ese atuendo negro que llevabas, tienes pinta de ser una de esas nuevas góticas. ¿Una suicide girl? ¿Una emo? No sé... como os queráis llamar ahora. Una niñata de esas a las que les gusta la oscuridad. Sí, claro. Eres una de esas petardas que adoráis al pseudovampirito de Crepúsculo. Seguro que coleccionas las imágenes dark de Luís Rollo y escuchas esa basura de Him, The Rasmus, Evanescence... ¿Eso es música gótica? Deberías escuchar Dias Irae, del Requiem. Eso sí que es música Gótica, niñata ignorante... ¿Te morías por conocer a uno de nosotros, a una criatura de la noche? Pues voy a mostrarte lo que es un verdadero ser de la oscuridad.

Me acerco a ella y el alarido de terror suena apagado, afortunadamente amortiguado por la mordaza. Si se la quito, será para coserle la boca. No soporto los gritos.

-¿Sabes lo que te voy a hacer? -prosigo, volviendo a mostrar mis afilados dientes en mi cara de demonio-. Voy a hacer que te calientes. ¿Los fríos vampiros calientan tu coño?Yo sé muy bien cómo calentártelo. Primero te ataré los tobillos a esos ganchos del techo, para que tengas las piernas bien abiertas y separadas. Luego te daré unos fuertes azotes con esa vara por todo tu cuerpo, sobre todo entre tus piernas, para que entres en calor. Después te meteré en el coño esta botella de cerveza de la que bebías feliz e ignorante hace unos momentos, ¿la ves? pero no te la meteré por la boquilla, sino por la base. Cuando la tengas bien dentro, con las paredes de tu vagina muy tirantes, posiblemente desgarradas, entonces verteré dentro de la botella una buena cantidad de aceite hirviendo. Seguro que te calientas.Y eso sólo será el principio... Porque seguiré torturándote durante horas. Mi creatividad se dispara a la hora de aplicar tormentos. No podrás soportarlo. Vas a suplicar que te mate, y lo suplicarás mil veces antes de que yo lo haga. Cuando me canse de jugar contigo, cuando estés tan rota que maldigas a tus padres por haberte traído a este jodido mundo, entonces beberé tu dulce sangre hasta la última gota. ¿No te morías por conocer a un vampiro? Pues eso vas a hacer: conocerme y morir.

Se ha orinado. La pequeña cerdita está temblando, llora y berrea aterrada y se ha meado encima.

Sí, lo has adivinado. Como te advierto en el resumen, este no es otro cuento de vampiros. Si eres sensible, te aconsejo que dejes de leer. No digas que no te lo advertí. Si quieres una historia linda y cursi de chupasangres maricones con mechas rubias en el pelo, ve al cine, o mira tu aparato televisor, o cómprate cualquier novela barata de capullos con pinta de adolescentes salidos. Recréate en cualquiera de esas historias cutres que se han puesto tan de moda sobre vampiritos lindos y enamorados.

Juro por la Sangre más sagrada de los Antiguos que les arrancaría la piel a tiras, literalmente, con mis propias uñas, a los creadores de tales patrañas. Me chirrían los dientes y me dan arcadas al ver de qué manera ha ido degenerando el prestigio de nuestra raza. Nosotros no somos así de ridículos. Nosotros no estamos atormentados, no odiamos, no amamos; no sentimos. No tenemos piedad ni remordimientos. ¿Por qué los deberíamos tener? Eso os lo dejamos a vosotros, los humanos. ¿Se atormenta el niño que pisotea las hormigas y arranca las alas a las moscas?¿Puedes tú amar u odiar a una hormiga? ¡Claro que no! Nosotros somos los elegidos, la raza superior, los inmortales. No estamos malditos. Somos Dioses. Los malditos sois vosotros, imbéciles mortales.

Antes era distinto. En mis tiempos había respeto. El respeto que producía el terror de que los amos de la noche masacraran las aldeas y asesinaran salvajemente a todos sus habitantes. Todos sabían y todos callaban, para sobrevivir. Los aldeanos de cada una de la villas de la comarca pagaban al Señor del Castillo el tributo en carne viva, en forma de hermosas doncellas o mancebos. Cada Señor Oscuro tenía su zona, su comarca, con su ganadería. Ovejas mansas que enviaban a sus hijas e hijos al matadero para salvar sus propias vidas.

Y, aunque los señores y su séquito contenían sus instintos y no aniquilaban todo su rebaño, en ocasiones gustaban también de la caza de alguna pieza. Eran otros tiempos...

***

OTROS TIEMPOS, OTRO LUGAR...

Eliza corría por el monte como alma que llevara el diablo. Ni siquiera sentía en sus pantorrillas los matojos de espinos que arañaban su piel. Pensaba que aquellos hombres que la perseguían a lomos de esos caballos negros de ojos de fuego, no podrían seguirla entre la espesura de ese bosque que ella, como pastora que era, conocía como la palma de su mano, incluso de noche. Debía salirse del camino, internarse en la espesura y perderles. Ya reuniría las cabras espantadas en cuanto clareara el día.

Lo que la muchacha no sabía era que quienes la perseguían no eran precisamente hombres, y que difícilmente podría despistar de su agudo olfato el rastro de sangre que dejaban los pequeños arañazos en sus piernas. Cierto es que Eliza era muy ágil; desde que tenía uso de razón, había pasado buena parte de sus contadas primaveras como pastora en el monte, con las cabras día y noche. Era rápida corriendo. Pero esos seres volaban más que corrían.

-¿Te has perdido en el bosque, pastorcilla? -saltó uno de ellos en el aire inesperadamente, cortándole el paso, un gigante calvo que la atrapó. Sus manos parecían tenazas de hierro helado,

-No, Goyo, no creo que la pastora haya errado la senda. Es una linda liebre que quiere jugar. ¿Eres conejita o zorrita? -los ojos del otro eran como los de un animal, su cara tenía los rasgos afilados de un lobo.

Eliza gritó cuando le arrancaron el sayal de arpillera y las uñas afiladas desgarraron la tela de lana burda de su vestido y arañaron su piel. Goyo, desde atrás, le cubrió la boca con la mano.

-Déjame verla, Rudolf -la voz tajante del tercero dando órdenes le erizó el vello, sonaba como si rasgaran uñas contra una pared. Sus ojos escrutaron el rostro de la joven y se pasearon despacio por su desnudez-. Me gusta. Es bonita. Un tanto menuda, pero tiene un cuerpo proporcionado. Huelo su sangre virgen. Mmmmm... Estoy hambriento, sin embargo estimo que mis deseos se inclinan a desflorar la presa antes comerla. La caza me excita y tengo la verga dura como boca de cañón. Sujétala de los brazos, Goyo; y tú, Rudolf, sitúate detrás de mí y mantenle las piernas abiertas.

Eliza no pudo apartar la mirada de la tralla gruesa y erguida que apareció entre las piernas del hombre cuando éste se desató y bajó las calzas.

La ensartó como pollo en espadón. Eliza se resistía, pero no podía hacer nada contra la fuerza brutal de esos seres. El dolor fue tan horrible que la muchacha se quedó sin aliento, el grito se le quebró en los labios, mientras la atravesaba esa maza fría de carne rígida, que salía y entraba de su cuerpo, incansable, desgarrando, marchitando sin compasión cada pétalo de su flor. Rudolf tiraba de sus piernas hacia atrás en cada embestida, para que la verga de su señor Nicos se clavara más profundamente. El rostro de Nicos mutó a engendro de ojos de demonio y dientes como cuchillas que se le clavaron en el cuello en las últimas embestidas finales, instantes antes de derramar el frío semen en su interior.

Eliza pensó que todo había terminado cuando Rudolf soltó sus piernas y el monstruo se separó de ella con la boca y el miembro cubiertos de sangre, pero estaba equivocada.

-Sólo ha sido un sorbo, muchachos. Aún queda mucha noche y mucha hembra para gozar. Como soy un señor magnánimo, permitiré a mis asistentes meter también la verga en caliente -Nicos se relame los labios ensangrentados, sonriendo perversamente-. Deseo ver cómo tú, Rudolf, la montas de frente y tú, Goyo, la montas por la retaguardia.

Así hicieron. Mientras uno le metía la verga por la dolorida y destrozada vagina, el otro le tronchaba el ano, embutiéndole la suya por completo y hasta el fondo de una acometida. La joven gritaba, suplicaba sollozando, y se retorcía de dolor entre los dos vampiros que la violaban salvajemente, mientras Nico le mordía o arañaba los pechos, las piernas, los brazos, lamiendo su sabrosa sangre.

Continuaron abusando de ella durante toda la noche. Al final, Rudolf y Goyo, los lacayos, lamían y succionaban de su vulva o de su ano la sangre que ya manaba como ríos rojos. Nicos, el Señor, tenía el privilegio de acceder a la sangre fresca de sus arterias.

-Mi señor, permitidme que os interrumpa -habló Rudolf-. Las campanas del poblado hace tiempo que tañeron anunciando la proximidad del albor. Debemos apresurarnos.

Nicos se distrajo mirando hacia el horizonte. El cielo estaba tan teñido en rojo sangre como sus bocas voraces. Eliza supo que era el fin, que iba a morir tras esa aciaga noche de tormento. Su mente flotaba sumida en una bruma donde ya no había dolor. Entre los velos oscuros de su consciencia pensó que no era justo acabar así. Un destello postrero de rebeldía ante su fatal destino se apoderó de su nublada mente y, aprovechando que los demonios estaban mirando hacia el cielo, clavó sus dientes en la mano de Nicos, mordiéndole con una fuerza insólita y brutal.

Nicos, poseído por la cólera, levantó su cuerpo como una pluma y lo lanzó lejos, yéndose a estrellar contra el tronco de un árbol.

-Sire, el alba es inminente. Debemos irnos ya -le acució Goyo, atemorizado.

Los jinetes espolearon de nuevo sus caballos negros de ojos de fuego, que galopaban velozmente hacia el castillo. Corrían como alma que llevara el diablo, porque, ciertamente, ellos sí que llevaban diablos montados en sus lomos.

***

-Mala landre les mate, malditos upiros, sanguijuelas perversas, siervos de satanás -la vieja bruja de un sólo ojo escupió tres veces al fuego del hogar, tras recitar una retahila de confusos conjuros contra el mal en varias lenguas ancestrales.

A Juana la conocían en la aldea como la bruja, la agorera, la hechicera, la herbera, la sanadora de la montaña... Aunque la mayoría la conocía simplemente por el sobrenombre obvio de Juana, la tuerta.

Tal vez del azar fue menester, o tal vez estuviese escrito en las líneas del Destino. Fuere como fuere, el caso fue que la vieja encontró a esa pobre zagala moribunda en aquellos remotos parajes al otro lado de la montaña, cuando se hallaba buscando hierbas contra el dolor de madre.

-Este viejo ojo han visto muchas crueldades en su larga vida, pero esto... ¡esto es obra del mismísimo diablo!

La vieja escupió de nuevo en el fuego de la cocina que mantenía caliente la cabaña y continuó su letanía de protección contra el maligno. La joven se quejó quedamente en el jergón donde yacía semi-inconsciente.

La anciana le preparó otra infusión de polvo de corteza seca de sauce blanco, para tratar de aliviar el sufrimiento de la muchachita y bajarle las calenturas. Con solimán y corteza de roble limpió sus heridas y trató de detener las hemorragias externas con emplastos de tela de araña. Era lo poco que podía hacer por ella en su lamentable estado. A Juana le extrañaba que la chica no hubiera muerto ya. Cuando la encontró, su cuerpecito era un amasijo deforme de huesos quebrados y no había retazo en su piel que no hubiese sido arañado, lacerado o mordido. Por no hablar de los destrozos brutales en sus partes bajas y su trasero.

Pasó otra noche en la que la luna desfiló en el cielo, otra mañana en la que el sol hizo lo propio, y otro día en el que Eliza seguía respirando, resuelta a no morir.

-¡Por todos los sapos y culebras del infierno! -se asombró la vieja, al echarle un vistazo a Eliza-. ¡Si no sólo sigues viva, sino que yo apostaría mi único ojo a que estás sanando! Tus heridas están cerrándose, tus huesos maltrechos se han vuelto a unir, las calenturas han amainado... incluso demasiado. Ayer ardías como ascua y hoy tu piel congela como piedra de granizo.

La vieja, asustada, abrió las ventanas para que los rayos de sol irrumpieran en la cabaña. La joven no explotó, ni se deshizo en cenizas, ni aulló poseída en llamas. Nada. Para asegurarse, la anciana agarró de un estante una calabaza con agua bendita -que usaba secretamente para preparar pócimas- y se la vertió encima. Luego le pasó por el cuerpo ajos, cruces, plata, amuletos varios... La muchacha permanecía apática, sin pronunciar palabra. Su cuerpo estaba sanando, mas su mente permanecía envuelta entre tinieblas, a salvo, donde nada ni nadie le pudiera hacer daño.

Permaneció así, muda y sumida en su mundo interior. Muchas lunas y muchos soles desfilaron por el cielo antes de que Eliza saliera de su letargo. Un día, sin más, Eliza despertó.

Los sonidos, los olores, los colores... Todo era distinto. Había colores nuevos que nunca había visto. El mundo renacía ante Eliza en un estallido de sensaciones desconocidas y tremendamente excitantes. Tenía los sentidos muy agudizados, a flor de piel.

-Doña Juana, ¿verdad? -hasta su propia voz sonaba con un matiz diferente-. Os he oído hablar con la mujer en el porche. La mujer que desea un bebedizo para no preñarse de nuevo... No lo hagáis. Es demasiado tarde. En su vientre hay un nuevo latido de vida. Pude... oírlo. Sentirlo.

-¡Válganme los ángeles del cielo y las putas brujas malas del infierno! -exclamó Juana. La muchacha estaba de pie, hablándole con naturalidad, como si no hubiese sucedido nada-. ¡Has vuelto realmente al mundo de los vivos! Ven, voy a buscarte un vestido para cubrir tus vergüenzas mientras me cuentas quién eres y lo que te pasó, zagala. Y apea el tratamiento, que para todos soy Juana la tuerta, mi niña.

Poco tenía Eliza que contar de su vida. Hija de Enricus el herrero, y de Hanna; tenía una hermana un año menor que ella, llamada Henrietta. Encargada de cuidar el rebaño de cabras en el monte, veía a su familia en contadas ocasiones. Menos aún le contó de lo sucedido en el bosque. La niebla permanecía espesa, ocultando los penosos recuerdos.

Paradójicamente cuando cayó la noche, en su mente se hizo la luz. La nieblas se disiparon y le llegaron imágenes nítidas, como destellos.

El ser que la desfloró tenía las manos frías y suaves como la nieve, los dientes afilados, los ojos perversos, el rostro de demonio. Recordaba su lengua gélida lamiendo su piel, sus colmillos penetrando en su carne, llegando a las venas, sorbiendo su sangre. Recordaba su enorme verga invadiendo su interior, reventándola, machacándola... Eliza volvió a revivir esos momentos y su cuerpo frío se calentó súbitamente.

La excitación carnal la estaba volviendo loca. Su mano buscó la entrepierna bajo la manta, apartó los mechones de vello, abrió los labios y deslizó el dedo corazón entre los húmedos pliegues, buscando ansiosa el clítoris para masajearlo. Tras un buen rato moviendo el dedo bajo la manta, no consiguió alivio, sino que aumentó su excitación en un grado aún mayor. Siguió con más ímpetu y velocidad, pero únicamente conseguía excitarse más, sin llegar a satisfacerse. Deseaba algo más... Ansiaba tener algo... dentro.

Se levantó del jergón, procurando no hacer ruído para no despertar a la vieja. Su vista agudizada alcanzó a distinguir un pepino sobre la mesa. Lo sopesó, lo palpó... el tamaño y el grosor eran considerables, pero aún así no era lo que andaba buscando. No. Necesitaba algo más... más frío.

Fuera de la cabaña, la escardilla apoyada en la pared tenía un mango grueso de metal, grande, duro y helado, como la verga de Nicos. Eliza no lo pensó. Se sentó sobre el borde de una piedra, abrió las piernas y se lo introdujo. Un dedo frotaba su clitoris y con la otra mano asía la base del mango de la herramienta de labranza, metiéndolo y sacándolo con ímpetu. Su cuerpo se agitaba frenético, jadeaba, y su pensamiento volaba hacia la imagen de unos dientes afilados clavados en sus pezones. Siguió así durante horas, hasta llegar a lacerar las paredes de su vagina. Su clítoris estaba hinchado, rojo, muy escocido por sus frotamientos rabiosos, pero no alcanzó el alivio del orgasmo.

Y así noche tras noche... En cuanto caía el sol, su mente se recreaba en los recuerdos de su violación y la poseía un arrebato sexual frenético, que de ninguna de las maneras, y había intentado muchas, podía calmar.

-Muchacha -le dijo Juana una mañana, cuando estaban desayunando sentadas a la mesa-, una, a pesar de tener un solo ojo y no saber de letras ni de escritos, puede ver lo que muchos ojos no ven. Las cicatrices de las heridas en tu cuello han permanecido. Las demás se han borrado. Le pregunté a las piedras. Me dijeron que estás marcada.

-¿Marcada? ¿Pero qué dices?

-Marcada. Te he observado algunas noches, no eres demasiado discreta. Ese deseo insaciable en tus bajos anula tu buen juicio, y actúas como un animal, sin comedimiento ni pudor. Si bien no me contaste nada de lo que ocurrió en el bosque esa noche, sé muy bien que te atacaron los upiros, los seres oscuros del Castillo de Bathay. Nadie sobrevive a un ataque así, tú no podías sobrevivir en las condiciones en las que te encontré. Sólo permanecen en este mundo aquellos a los que el señor Sire del clan ofrece su sangre inmortal, convirtiéndoles en monstruos demoníacos, acólitos a su servicio.Tras esa noche, tú eres distinta a como eras. Tú misma me lo has dicho. Pero no eres una de ellos. La única explicación es que uno de los upiros te diera a beber su sangre. ¿Cómo es posible, pues, que no te transformaras?

-Él... él no me dio de beber su sangre -admitió Eliza, bajando la mirada-. Yo... Yo le mordí.

-¿Tú le mordiste? -la risa cascada de la Tuerta hacía llorar su único ojo-. ¡Qué hija de la gran puta! Jajajaja. Fue su sangre la que te sanó, entonces... mas intuyo que no sería la suficiente para convertirte o pudiera ser que no funcione cuando la sangre no es ofrecida, sino arrebatada. El caso es que, chiquilla , tú estás marcada. Aunque no es sed de sangre lo que causa tus desvelos nocturnos... Es otro tipo de apetito.

-No entiendo lo que me pasa. Al principio era todo maravilloso. El mundo era distinto. Puedo ver, saber y hacer muchas cosas que antes no hacía. Tengo una fuerza y una agilidad increíbles. Mira, te lo voy a demostrar -agarró el cucharón de madera maciza y lo quebró en astillas, con una sola mano, ante la atónita mirada de Juana-. Durante el día me siento bien, pero cuando el sol se esconde, me vuelve loca el deseo, me deleito en mi imaginación con las escenas más atroces y despiadadas, profano mi cuerpo y lo envilezco aplicándome suplicios varios, y no consigo apaciguar mis ansias.

La vieja se levantó y agarró del estante superior las Piedras de la Sabiduría.

-Sopla -le dijo a la joven.

Lanzó las piedras sobre la mesa, se quedó mirándolas, pensativa.

-Debes irte ya -le dijo, moviendo la cabeza-. Poco más puedo hacer yo por ti, y debes volver a tu hogar. ¿No echas de menos a tu familia?

-No... No les tengo demasiado apego. Echo de menos a mis cabras -se sonrojó Eliza.

-Olvídate de las cabras y vuelve a tu casa. Debes volver. Ya. Ahora mismo. Tu destino te reclama. Te prepararé algunas viandas para el camino, y una pócima que calmará tus anhelos nocturnos durante tu viaje.

Cuando la puerta de la cabaña se cerró, se volvieron a verter lágrimas, y esta vez no de gozo, del único ojo de Juana, la Tuerta.

***

-No debieron llevársela a ella, sino a ti. Ella era mi pequeña, mi niña, mi Henrietta.. ¿Dónde estabas, maldita? ¿Dónde? -la bofetada de Hanna le cruzó la cara a Eliza, y su madre salió a la calle, llorando.

La muchacha se llevó la mano a la mejilla enrojecida y pensó que, si bien no confiaba en un recibimiento demasiado afectuoso, tampoco esperaba algo así de su madre.

-Entra en la casa, Eliza -le dijo su padre, sentado en la mesa, con una jarra de vino en la mano-. Debes perdonar a tu madre. Sigue muy afectada por lo ocurrido. El intendente de la comarca se llevó hace unas semanas a tu hermana Henrietta como asistenta en el Castillo de Bathay.

-¡Oh! ¡Al castillo de Bathay! ¡Debemos sacarla de allí! ¡Corre un grave peligro!

Su padre apartó la vista y calló. Eliza intuyó que no hablaba, pero sabía. El hombre volvió a llevarse la jarra de vino a los labios.

-Pronto oscurecerá. Tu madre no volverá esta noche, se la pasará rezando en la iglesia, como siempre. Hay algo de queso y pan, creo, si te apetece cenar algo. Es muy tarde. Ya hablaremos mañana.

No dormía. Mantenía los ojos cerrados, aparentando dormir. Eliza no necesitaba abrir los ojos para saber que su padre había entrado tambaleándose en la habitación y se había quedado allí, mirándola con los ojos vidriosos. Podía oler el vino agrio de su aliento y oía perfectamente sus cuchicheos apenas perceptibles.

-Se le marca el culo, la rajita del culo, con ese vestidito tan estrecho. Ha crecido mucho. Tiene buenas tetas y un buen trasero. En menos de un año se ha vuelto mujer. Y yo soy hombre sin catar mujer desde hace años, que la parienta es devota, pero me niega el cumplimiento con sus sagrados deberes conyugales. ¿Cómo será su piel? Se la ve tan... suave. ¿Cómo sería acariciar ese culo redondo y terso, hincar los dientes en él, abrirle las nalgas con las manos y apretar mi rabo entre ellas? No le haría ningún daño... Y... ¿A qué sabrá su coño? Hace tanto tiempo que no me como uno que ni recuerdo el sabor. Seguro que es más dulce que el de su madre, puñetera beata de choto acre. Cómo sería acariciar esos muslos prietos y abrirlos, y aspirar el aroma, y meterme en la boca el mollete, y chupetearlo, y succionar sus juguitos, y lamer su pipita, y... No la pienso lastimar... Al contrario. Tal vez le guste, y disfrute tanto que después se me muestre agradecida... ¿Cómo sería su boquita besando y lamiendo mi rabo, y pasando la lengua por mis huevos, y metiéndoselo entero en la boca? Se le marcan los pezones en ese vestidito tan estrecho... Los tiene bien duros. Buenas tetas para trincarlas con ganas y agarrarse bien, mientras se la cabalga por detrás, cacheteando ese hermoso culo de nalgas prietas, con el rabo bien metidito en el agujero, dándole, y venga a darle, y venga a darle, así, así...

El movimiento compulsivo de la mano en la verga del padre se detuvo. El semen salpicó su vestido. Otra sacudida y sintió algunas gotas cálidas de su leche en los muslos. Al cabo de unos minutos, Enricus abandonó el dormitorio.

A la mañana siguiente, justo al rayar el alba, Eliza dejó el hogar familiar, sin despedirse, sin decir nada, dirigiéndose a su destino: el castillo de los señores oscuros de Bathay.

***

Ni el foso ni el rastrillo enrejado podrían detenerla. Eliza trepó por los muros con tanta agilidad, velocidad y sigilo como si de una lagartija se tratara. Arribando al adarve de ronda, en lo alto de la muralla, continuó hasta la torre principal. A medida que avanzaba podía oler la sangre y oír los gemidos de dolor. A gatas, asomada a la ventana contemplaba las escenas que se sucedían en el salón.

Todas estaban desnudas. Todas sangraban. Eran los ojos exageradamente abiertos de la muchachas los que gritaban de espanto, ya que sus bocas estaban cosidas para evitar molestos alaridos. Una de ellas estaba atada a una columna de una de las paredes del fondo. Dos hombres -dos monstruos, Goyo y Rudolf- hacían apuestas, lanzando dardos afilados. Las dianas eran sus pezones. Tras acabar la partida, el que ganara lamería sus pechos, y volverían a jugar.

En otro rincón de la gran sala había un entarimado. Numerosos upiros apostaban armando gran escándalo. Sobre las tablas, con las piernas muy abiertas, de puntillas, varias jóvenes se debatían haciendo equilibrios, intentando resistir. Unas cadenas del techo las sujetaban, bien tirantes, de los aros ensartados en sus pezones. Las porras con superficie de púas llegaban desde la base del entarimado hasta las entrepiernas de las chicas.

-Tarde o temprano,una de ellas caerá -Nicos, el señor del Castillo se había acercado por detrás a Eliza, y le susurraba al oído mientras sus mano subía la faldilla de su vestido y acariciaba su culo- Yo apostaría por la gordita. Ya no puede más. Sus pezones se abrirán desgarrados y se quedará bien clavada sobre el cetro dentado que le destrozará el coño. Los que hayan ganado la apuesta la devorarán.

-¿Y las otras? ¿Qué les ocurrirá a las otras? -susurró Eliza. Los dedos de Nicos, que hurgaban entre sus piernas, se introdujeron en en su vagina. Primero uno, luego dos, tres. La muchacha se movía hacia esos dedos, como por instinto, reprimiendo un gemido de placer.

-Las otras ya irán cayendo también. La última, la que más aguante, recibirá el premio de morir de forma más rápida y menos dolorosa. Y ahora, antes de que te rompa el culo, moza, aclárame qué diantre haces aquí y cómo sobreviviste, ya que, si la memoria no me falla, la última vez que nos vimos no quedaste en tan buen temple.

-No estoy muy segura de las causas de mi sanación, mi señor. Tal vez fuera vuestra sangre, al morderos -Eliza se estremeció al sentir la punta de la verga fría tentando su ano.

-¿Y qué te trajo a mi humilde morada, pastora? ¿No quedaste satisfecha con el trato recibido y deseas más? -de un tirón, Nicos rasgó y abrió los cordones del escote de su vestido y pellizcó brutalmente sus pezones.

-Hubo un error, mi señor -Eliza se mordió los labios, jadeando-. Se llevaron a mi hermana Henrietta por equivocación. Era a mí a quien debieron llevarse. Ahora lo sé. Debéis soltarla. Os imploro liberarla, ahora que estoy yo aquí. He venido a cumplir mi destino.

Las siguiente súplicas de Eliza se ahogaron entre el estruendo que conmovió la sala y el ardor frío de la verga del señor Oscuro embutiéndosele violentamente en el culo.

-Te lo dije. Ya cayó la gordita. Entre nos, de mi agrado es más la otra variante del juego. Te explicaré cómo es. Recostadas, las presas apoyan los pies en el entarimado, y con las manos se sujetan con desesperación de una cuerda. Suben la cadera y se las engancha al techo, pasando una cadenita a través de un aro insertado en el clítoris. El cetro con púas se coloca en la entrada del ano.

Ambos contemplaban la escena espeluznante de los monstruos mordiendo como animales rabiosos a la muchacha caída. A Nicos le cambió el rostro, afloraron sus colmillos como dagas y se hundieron penetrando tan profundamente en el cuello de la joven como su verga se clavaba en su ano. En el salón, otra presa cayó y otros tantos ganadores se abalanzaron sobre ella. Una sensación de vértigo extraño trastornaba a Eliza, en cada embestida, en cada succión.

A pesar -o por causa- del dolor y el horror, la joven estaba a punto de alcanzar el orgasmo, mas antes de que ocurriera Nicos se separó de ella y eyaculó sobre sus nalgas. Eliza no pudo reprimir un lamento de frustración mientras adivinaba la sonrisa sangrienta del vampiro, que se le acercó a susurrarle al oído:

-Está a punto de amanecer. La compañía es grata, mas he de retirarme. La próxima noche tu hermanita Henrietta jugará esa variante del juego, la que más me complace. Ya has visto lo que les ocurre a las participantes. ¿Aún deseas ponerte en su lugar? ¿Sí? Tal vez lo considere y obtengas mi beneplácito, si eres lo suficientemente solícita y servicial en todo aquello que te ordene. Los humanos suelen ser previsibles, muchacha, mas tú eres jodidamente sorprendente. Presiento que en las futuras noches que me aguardan voy a divertirme mucho contigo.

Con una carcajada siniestra, Nicos, el Señor de Bathays desapareció tan sigilosamente como había llegado. No la encerró. ¿Para qué? Estaba seguro de que la desconcertante pastorcita no iba a abandonar el castillo.

A la joven le latían doloridos el cuello y el ano y sentía una increíble desazón interior. Su corazón deseaba con desesperación salvar a su hermana; su mente clamaba por aniquilar a todos esos monstruos, sobre todo a Nicos, su Sire. Y su cuerpo... Su cuerpo anhelaba con urgencia que su señor volviera a tocarla, a tomarla, a morderla, a torturarla... lo que fuera. Pero que volviera a ella.

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